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lunes, 31 de agosto de 2009

DEL SABER AL COMPRENDER: NAVEGACIONES Y REGRESOS. Manfred A. Max-Neef


¿POR QUÉ ESTAMOS DONDE ESTAMOS?

La vida es una interminable secuencia de bifurcaciones. La decisión que tomo,
implica todas las decisiones que no tomé. La ruta que escojo, es parte de todas las rutas que no escogí. Nuestra vida es, inevitablemente, una permanente opción entre una infinidad de posibilidades ontológicas. El hecho de que estuve en un lugar determinado, en un momento muy preciso, cuando una determinada situación aconteció o una determinada persona apareció, pudo haber tenido un efecto decisivo para el resto de mi vida. Unos minutos más temprano o más tarde, o algunos metros más allá o más acá en cualquiera dirección, podrían bien haber determinado una bifurcación distinta y, por lo tanto, una vida completamente distinta. Ya lo decía el gran filósofo español José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia”.

Lo que vale para vidas individuales, es válido también para comunidades y
sociedades. Nuestra así llamada civilización occidental es el resultado de sus propias bifurcaciones. Somos lo que somos, pero podríamos haber sido distintos. Revisemos, pues, algunas de nuestras determinantes bifurcaciones. En algún momento del Siglo XII, en Italia, un joven llamado Giovanni Bernardone, en verdad muy joven y muy rico, decidió cambiar radicalmente su vida. Como resultado de su transformación lo recordamos hoy con otro nombre: Francisco de Assis. Francisco, cuando se refería al mundo, hablaba del hermano Sol y de la hermana Luna, del hermano lobo y del fuego, del agua y de los pájaros y de los árboles, también como hermanos. El mundo que describía y sentía era un mundo en el que el amor no sólo era posible, sino tenía un sentido universal.

Algún tiempo después, también en Italia, escuchamos la resonadora voz del
brillante y astuto Machavello, advirtiéndonos que: “Es mucho más seguro ser temido que amado”. El también describe un mundo; pero no sólo lo describe, sino que lo crea.

El mundo que tenemos hoy no es el de Francisco. Es el mundo de Machiavello.
Francisco fue la ruta no navegada. La navegación que escogimos fue la de Machiavello, e inspirados por él hemos construido nuestras concepciones sociales, políticas y económicas.

En 1487, otro joven muy joven, de sólo 23 años de edad, Francesco Pico della
Mirándola, se prepara para defender públicamente sus novecientas tesis sobre la concordia entre las diferentes religiones y filosofías. El se niega a enclaustrarse dentro de las limitaciones de una sola doctrina.
Convencido de que las verdades son múltiples, y jamás una sola, aspira a una renovación espiritual que pueda reconciliar a la humanidad.

Algunos años más tarde, creyente fervoroso de la verdad absoluta y de las
posibilidades de la certeza, Francis Bacon nos invita a torturar a la Naturaleza, para a través de esa tortura extraerle la verdad. Dos mundos, una vez más. Uno representando la ruta que navegamos y el otro la ruta no navegada. No aceptamos el camino sugerido por Pico della Mirándola. Optamos por aceptar la invitación de Bacon y, de ese modo, continuamos aplicando su receta con eficiencia y entusiasmo. Continuamos torturando a la Naturaleza, a fin de extraerle lo que consideramos ser la verdad.

En el año 1600, Giordano Bruno arde en la hoguera, víctima de su panteísmo,
puesto que pensaba que la tierra es vida y tiene alma. Todo, para él, son manifestaciones de vida. Todo es vida. Tres décadas más tarde, murmura Descartes en sus Reflexiones Metafísicas: “A través de mi ventana, lo que veo, son sombreros y abrigos que cubren máquinas automáticas”. No navegamos la ruta de Giordano Bruno. Escogimos la de Descartes y, de esa manera, hemos sido testigos del triunfo del mecanicismo y del reduccionismo.

Para Newton y Galileo, el lenguaje de la Naturaleza es la matemática. Nada es
importante en la ciencia que no pueda ser medido. Nosotros y la Naturaleza, observador y lo observado, como entidades separadas. La ciencia es la suprema manifestación de la razón, y la razón es el atributo supremo del ser humano.

Goethe, cuyas contribuciones científicas fueron injustamente opacadas por mucho
tiempo, quizás por ser demasiado heterodoxas para su época, o porque parecía absurdo e inaceptable que un poeta pudiera incursionar en la ciencia, se sentía incómodo con lo que consideraba como limitaciones de la física newtoniana. Para Goethe: “La ciencia es tanto una ruta interior de desarrollo espiritual, como una disciplina destinada a acumular conocimiento sobre el mundo físico. Implica no sólo la preparación rigurosa de nuestras facultades de observación y reflexión, sino además de otras facultades humanas que puedan sintonizarnos con la dimensión espiritual que subyace e interpenetra lo físico: facultados como sentimiento, imaginación e intuición”. La ciencia, como Goethe la concebía y practicaba, tiene como propósito supremo la excitación de nuestra capacidad de asombro, a través de un mirar contemplativo (Anschauung), en que el científico llega a ver a Dios en la Naturaleza, y la Naturaleza en Dios.

Otra vez dos mundos. Otra bifurcación. Fascinados aún por sobrecogedor brillo de
Newton y Galileo, hemos escogido no navegar la ruta de la ciencia Goetheana. Sentimiento, intuición, conciencia (consciousness, Bewustsein) y espiritualidad siguen exiliados del reino de la ciencia, a pesar del surgimiento de puertas que, para ellas, se abren desde la física cuántica. La enseñanza de la economía convencional que, por increíble que suene, se considera ciencia libre de valores (value free science) es un caso conspicuo. Una disciplina en que la matemática se ha convertido en un fin en sí mismo en vez de herramienta, y que desprecia como carente de valor todo lo que no puede ser medido, ha generado modelos e interpretaciones teóricamente atractivas, pero totalmente desvinculadas de la realidad.

Johannes Brahms compuso des conciertos para piano y orquesta. Al margen de
cuál de los dos pueda gustarle más a uno, la fascinación está en el primero. De hecho, se trata de una espléndida exposición de la ruta que Brahms finalmente decidió no navegar. Nos hemos quedado para siempre con la gran curiosidad de cómo habría sido el otro Brahms.

La cosa es así. Una ruta no navegada, recordada sólo por ratones de biblioteca, y
una ruta navegada a la que le atribuimos logros y éxitos espectaculares. La Universidad en particular, ha escogido las rutas de Machiavello, Bacon, Descartes, Galileo y Newton. En lo que respecta a Francisco, Pico, Giordano, y Goethe (el científico) han quedado como notas a pié de página de la historia.

Como resultado de la ruta navegada, hemos logrado construir un mundo en el que
– como lo sugiere el filósofo catalán Jordi Pigem 2 - las virtudes cristianas tales como: fe, esperanza y caridad, se manifiestan hoy en día metamorfoseadas como: esquizofrenia, depresión y narcisismo. Nuestra navegación, sin duda, ha sido fascinante y espectacular. Hay mucho en ella digno de la mayor admiración. Sin embargo, si la esquizofrenia, la depresión y el narcisismo son ahora el espejo de nuestra realidad existencial, , es porque súbitamente nos descubrimos en un mundo de confusión. En un mundo de desencanto, donde el progreso se hace paradójico y absurdo, y la realidad se hace tan incomprensible que buscamos desesperado escape en tecnologías que nos ofrecen acceso a realidades virtuales.

¿ADONDE HEMOS LLEGADO?

Hemos alcanzado un punto en nuestra evolución humana, caracterizado por el
hecho de que sabemos mucho, pero comprendemos poco. Nuestra escogida navegación ha sido piloteada por la razón, y nos ha llevado al puerto del saber. Como tal ha sido una navegación asombrosamente exitosa. Jamás, en toda nuestraexistencia, hemos acumulado más conocimiento (saber) que durante los últimos cien años. Estamos celebrando la apoteosis de la razón. Sin embargo, en medio de tan espléndida celebración, súbitamente nos asalta la sensación de que algo falta.

Así es; podemos alcanzar conocimiento (saber) sobre casi cualquier asunto que nos
interese. Podemos, por ejemplo, guiados por nuestro admirado método científico, estudiar todo lo que existe, desde visiones teológicas, antropológicas, sociológicas, psicológicas e incluso bioquímicas, sobre un fenómeno humano llamado amor. El resultado será que sabremos todo lo que se puede saber sobre el amor. Pero una vez satisfecho nuestro conocimiento, tarde o temprano descubriremos que jamás podremos comprender el amor, a menos que nos enamoremos. Tomaremos conciencia de que el conocimiento no es la ruta que lleva al comprender, puesto que el comprender está en otra ribera, y precisa, por lo tanto, de otra navegación.
Descubriremos, entonces, que sólo podemos pretender comprender aquello de lo cual nos hacemos parte. Que el comprender es el resultado de la integración, mientras que el saber ha sido el resultado de la separación. Que el comprender es holístico,mientras que el saber es fragmentado.

Finalmente hemos alcanzado el punto en que estamos tomando conciencia de que
el conocimiento (saber) no es suficiente y que, por lo tanto, debemos aprender a comprender, a fin de alcanzar la completitud de nuestro ser. Es probable que estemos comenzando a darnos cuenta de que el saber sin comprender es hueco, y que el comprender sin saber es incompleto. Precisamos, por lo tanto, emprender, por fin, la navegación hasta aquí pospuesta. Pero para poder iniciarla, debemos enfrentar el desafío de un cambio de lenguaje. Sostenía el ya mencionado José Ortega y Gasset, que “cada generación tiene su tema”. A ello podemos agregar que, además, cada generación o período histórico está dominado, o cae bajo el hechizo de un lenguaje. No hay nada de malo en ello, siempre y cuando el lenguaje dominante de un determinado período resulte
coherente con los desafíos de ese período. Lo importante de tenerse en cuenta es que el lenguaje influye nuestras percepciones y, por lo tanto, moldea nuestras acciones. Recorramos algunos ejemplos.

Durante los primeros tres siglos del segundo milenio de la civilización occidental,
el lenguaje dominante tenía un contenido teleológico, en el sentido de que las acciones humanas debían justificarse en nombre de un llamado superior que estaba más allá de las necesidades de la cotidianeidad. Ello hizo posible la construcción de las grandes catedrales y de los espléndidos monasterios, donde el tiempo era un factor irrelevante. ¿Que la construcción de esta o aquella catedral iba a demorar quinientos años? ¡Y qué importa! Nadie estaba apurado. Después de todo se trataba de construir para la eternidad, y la eternidad no es tiempo infinito sino atemporalidad. Habría que alegrarse de que en esos tiempos el lenguaje de la eficiencia económica aún no se había inventado. La trascendencia estaba en el acto y no en el tiempo requerido para realizarlo. A diferencia de nuestra época eficientista en que el mérito radica en hacer lo más posible en el menor tiempo posible; el mérito de entonces radicaba en hacer lo mejor posible en el tiempo que fuera necesario. Se trataba, pues, de un lenguaje coherente con los desafíos de sus tiempos. Algo que me permite afirmar, por escandaloso que pudiera sonar hoy en día, que la inmensa mayoría de las obras inmortales creadas por la humanidad han sido producto de la lentitud y de la ineficiencia.

El lenguaje dominante del siglo XIX fue básicamente el relacionado con la
consolidación del estado-nación. Los grandes discursos de líderes políticos como Disraeli, Gladstone y Bismarck son ejemplos pertinentes. Sin adentrarnos en detalles, cabe aseverar que el lenguaje dominante de aquella época fue coherente con los desafíos que esa misma época planteaba. De hecho fue el siglo XIX en el que se consolidó el estado-nación.

Es recién en el siglo XX que el lenguaje dominante es el económico; especialmente
después de la segunda guerra mundial. Una rápida revisión nos revela aspectos interesantes. A fines de la década de los veinte, y comienzos de los treinta, época de la así llamada gran depresión mundial, emerge la economía keynesiana. El
lenguaje keynesiano es, en parte, producto de la crisis, con capacidad de interpretarla y superarla. De hecho fueron los planteamientos de Keynes que el Presidente Roosevelt favoreció para superar la crisis en Estados Unidos. Podemos afirmar que se trataba, una vez más, de un lenguaje coherente con el desafío de su momento histórico.

El siguiente cambio, en este caso de sub-lenguaje, ocurre en los cincuentas y
sesentas, con el surgimiento del lenguaje desarrollista. Se trataba de un lenguaje optimista, utópico e incluso alegre. Los economistas que escribían en esos días, sentían que finalmente estaban claros los mecanismos para superar el subdesarrollo y la pobreza. Todos sentíamos, a pesar de los obstáculos provenientes de los poderes fácticos, que estaba claro lo que había que hacer. Y eso provocaba una especie de romántica euforia. No viene al caso aquí enumerar las recetas. Sin embargo, lo que cabe destacar es que aún cuando las metas que creíamos alcanzables no se alcanzaron, se dieron importantes cambios sociales y transformaciones positivas, especialmente en América Latina, durante el período.

Se trata, por lo tanto, de un lenguaje al menos parcialmente coherente con los
desafíos de los tiempos. Y finalmente alcanzamos las últimas tres décadas del Siglo XX, con la emergencia del lenguaje neoliberal. Lenguaje y modelo que se han impuesto y conquistado el mundo entero. Lenguaje y modelo de contenido pseudo-religioso por su simplismo y dogmatismo, que asegura el bienestar para todos quienes respeten y se atengan a su catecismo. Lenguaje y modelo que ha dominado, y sigue dominando, un período en el que la pobreza a niveles globales se ha incrementado dramáticamente; la carga de la deuda ha aniquilado a muchas economías nacionales, generando una brutal sobreexplotación tanto de personas como de recursos naturales; la destrucción de ecosistemas y de la biodiversidad han alcanzado niveles desconocidos en la historia de la humanidad; y una acumulación de riqueza financiera en cada vez menos manos, que ha alcanzado obscenas proporciones. Los desastrosos efectos de este lenguaje, por primera vez absolutamente incoherente con los desafíos de su época, son claros y visibles para quien quiera mirar y ver. No obstante, quienes sustentan el poder y manejan las grandes decisiones, prefieren mirar hacia el otro lado y continuar aferrados a esta pseudo-religiosa mezcolanza.

DESDE AQUÍ: ¿HACIA DONDE?

Hemos logrado ser seres exitosos, pero incompletos. Es muy probable que sea
precisamente esa incompletitud la responsable de las desazones y ansiedades que alteran nuestra existencia cotidiana en el mundo de hoy. Quizás ha llegado el momento de hacer una pausa y reflexionar. Tenemos ahora la oportunidad de analizar con acabada honestidad, el mapa de nuestra navegación, con todos sus logros y azares, con todas sus glorias y tragedias. Completado lo cual, podría resultar apropiado desenterrar el mapa alternativo de la ruta que optamos por no navegar, y buscar allí orientaciones pertinentes capaces de rescatarnos de nuestra confusión existencial.

Quizás tendría sentido que comenzáramos a ver hermanos y hermanas a nuestro
rededor. Quizás sería positivo intentar creer en las posibilidades de armonía entre distintas verdades. Quizás nos beneficiaría atrevernos a creer que la tierra sí tiene alma y que todo es vida. Quizás sería bueno aceptar que no hay razón alguna para desterrar la intuición, la espiritualidad y la conciencia del reino de la ciencia. O, para decirlo con las palabras de Goethe: “Si buscamos solaz en el todo, debemos aprender a descubrir el todo en la parte más pequeña, porque nada es más consonante con la Naturaleza que el hecho de que pone en operación en el detalle más pequeño aquello que pretende como un todo”.

Nuestra apasionada búsqueda del saber, ha postergado nuestra navegación hacia
el comprender. Nada debiera impedir ahora la iniciativa de esa navegación, si no fuera por una economía que, practicada bajo el embrujo del lenguaje neoliberal, contribuye a acrecentar nuestra confusión y a falsificar el propio saber. Ninguna sustentabilidad (que por cierto requiere del comprender) acabará por lograrse sin un profundo cambio de lenguaje. Un nuevo lenguaje que abra las puertas del comprender; ello es, no un lenguaje de poder y de dominación, sino un lenguaje que emerja desde lo más profundo de nuestro auto-descubrimiento como partes inseparables de un todo que es la cuna del milagro de la vida. De lograr provocar dicho cambio, quizás alcancemos a experimentar la satisfacción de haber generado un siglo en el que valga la pena vivir.

Cabe la esperanza de una navegación hacia aquella ribera que nos convierta en
seres completos, capaces de comprender la completitud de la vida.

miércoles, 3 de junio de 2009

Romanticismo e Ilustración

Siguiendo las investigaciones de la escuela historicista y sociológica alemana y la doctrina marxista de György Lukács, Arnol Hauser elabora una teoría del arte en la que analiza los fenómenos artísticos en estrecha relación con su contexto histórico y social y los fenómenos socioeconómicos. Rechaza la autonomía de las artes, ya que éstas están formadas por factores materiales que son interdependientes. En su opinión, cada sociedad tiene un estilo específico. Por ejemplo, según él, la sociedad aristocrática prefiere un estilo rígido y tradicionalista, mientras la sociedad democrática prefiere elementos más naturales y un arte más cercano a la ciudadanía.

Hauser ve claramente la oposición entre el clasicismo y el racionalismo, defendido por la ilustración, y el romanticismo del poeta Novalis. Para Novalis la poesía es como el arte de mostrase ajeno de manera atractiva; el arte de alejar un objeto y sin embargo hacerlo conocido y atractivo. Para este poeta todo puede ser romantizado si se da a lo ordinario un aspecto misterioso, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, a lo infinito una significación infinita. Esto es el Romanticismo.

En el clasicismo racional e ilustrado se habla de la dignidad de la razón, del conocimiento, del saludable sentido común, del inteligente y sobrio sentido de los hechos concretos. Estas ideas ilustradas están en confrontación directa con lo descrito por Novalis, y marcaran dos formas de entender la cultura, la sociedad, la vida, desde la postrimerías del siglo XVIII, pasando todo el siglo XIX, hasta el sigo XX en sus diferentes manifestaciones culturales.

martes, 2 de junio de 2009

La frustrada revolución en China: la matanza de Tiananmen


La muerte de Mao Zedong abrió una profunda crisis política en la China comunista que finalmente concluyó en 1980 con el ascenso al poder de Deng Chiaoping. Con la nueva dirección China se abrió a Occidente: Deng viajó a Washington, se firmó un acuerdo comercial chino-japonés y se llegó a un arreglo amistoso con el Reino Unido para la vuelta de Hong Kong a la soberanía china. Paralelamente, se emprendió una profunda reforma económica introduciendo elementos puramente capitalistas como la limitación del control estatal, los incentivos a la producción y al consumo y la apertura a las inversiones extranjeras.

El éxito económico fue espectacular y el país crecía a fines de los ochenta a tasas superiores al 10% interanual del PIB. Sin embargo, en el caso chino no se aplicaron reformas de tipo político, las libertades civiles y políticas estaban ausentes y el Partido Comunista siguió manteniendo férreamente el control político del país.

Los ecos de la perestroika llegaron hasta china y en 1989 una oleada de protestas, principalmente protagonizadas por estudiantes, recorrió la geografía china. La "Primavera de Pekín" floreció y el 20 de mayo de 1989 le situación estaba fuera del control de las autoridades comunistas; más de un millón de manifestantes llenaron las calles. El 29 de mayo, los estudiantes demócratas erigieron una estatua en la plaza de Tiananmen a la "Diosa de la Democracia".

Mientras, se jugaba una partida interna en la cúspide del poder comunista entre partidarios de la negociación y defensores de la represión. Finalmente, estos últimos se impusieron y el 3 de junio de 1989, unidades militares del Ejército Popular Chino aplastaron la revuelta. Pese al secretismo de las autoridades chinas, se calcula en centenares de muertos y miles de detenidos el coste social de la represión.

sábado, 30 de mayo de 2009

LA ILUSTRACIÓN


Es la ideología y la cultura elaborada por la burguesía europea en su lucha con el absolutismo y la nobleza. También puede ser definida como la culminación del racionalismo renacentista. Se trata de un fenómeno iniciado en Francia, que se va extendiendo por toda Europa a lo largo del siglo XVII. La Ilustración es la postura crítica que adopta la burguesía frente al orden establecido.Es la ideología y la cultura elaborada por la burguesía europea en su lucha con el absolutismo y la nobleza. También puede ser definida como la culminación del racionalismo renacentista. Se trata de un fenómeno iniciado en Francia, que se va extendiendo por toda Europa a lo largo del siglo XVII. La Ilustración es la postura crítica que adopta la burguesía frente al orden establecido.
El ideal de la Ilustración fue la naturaleza a través de la razón. En realidad no es más que el espíritu del Renacimiento llevado hasta sus últimas consecuencias, en manifiesta oposición con lo sobrenatural y lo tradicional.. El Ilustrado llegaba al amor al prójimo partiendo de la razón y no de la Revelación. La razón también podía llevarle a Dios creador del orden universal o bien en no creer en principio Supremo alguno. Por ello, la mayoría de los ilustrados eran deístas o sencillamente ateos. La Ilustración tomó el nombre de Enciclopedia en Francia y en los países latinos, y el de Aufklärung en las naciones germánicas.

EL RACIONALISMO  

Sin duda, el vocablo más utilizado en el siglo XVIII en literatura, filosofía y ciencia, es el de “racional”.. Los intelectuales de éste siglo dieron a su época en nombre de “siglo de las luces”, refiriéndose a las luces de la lógica, de la inteligencia, que debía iluminarlo todo. 

Se da enorme importancia a la razón: el hombre puede comprenderlo todo a través de su inteligencia; sólo es real lo que puede ser entendido por la razón. Aquello que no sea racional debe ser rechazado como falso e inútil. 

Este racionalismo llevó a la lucha contra las supersticiones, por eso en este siglo termina la denominada “caza y quema de brujas”. 

En el campo de la religión, la postura racionalista hizo que apareciese el deísmo: la mayor parte de los ilustrados son deistas, que afirman la existencia de un Dios creador y justo, pero consideran que el hombre no puede entrar en contacto con la divinidad, y por tanto no sabe nada de ella. 

De acuerdo con esto, los deistas rechazan las religiones reveladas, pero al mismo tiempo practican la tolerancia religiosa, pues si todas las religiones valen lo mismo, todas deben ser permitidas.

BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD   

Se considera que la Naturaleza ha creado al hombre para que sea feliz. Pero de acuerdo con la mentalidad burguesa, esta felicidad para que sea auténtica debe basarse en la propiedad privada, la libertad y la igualdad. 

Cuando los ilustrados citan la igualdad, no se refieren a la igualdad económica, sino a la política y legal: igualdad ante la ley. 

CREENCIA EN LA BONDAD NATURAL DEL HOMBRE
 
Los filósofos de la época piensan que el hombre es bueno por naturaleza. 

EL OPTIMISMO  

El hombre del siglo XVIII piensa que la naturaleza es una especie de máquina perfecta que lo hace todo bien.; hay motivos, por tanto, para sentirse optimista. Por otro lado, se considera que la historia supone la evolución progresiva de la humanidad, es decir, que el hombre con el transcurso de los siglos se va perfeccionando continuamente; así llegará el momento en que se logrará construir la sociedad perfecta, una especie de paraíso en la tierra. 

EL LAICISMO  

La Ilustración es la primera cultura laica de la historia de Europa; cultura al margen del cristianismo, y en algunos aspectos anticristiana.. Esto tiene su explicación en cierto rechazo por parte de la Iglesia, de la forma de vida burguesa. La burguesía constituye una clase que, desde su aparición, vive del comercio, del préstamo con interés y del lucro. Todavía en el siglo XVIII nos encontramos con teólogos que consideraban al préstamo con interés como usura; con moralistas que seguían hablando de ganancias ilícitas y, con sacerdotes que predicaban que era más fácil salvarse a un hombre dedicado al ocio, que no al comerciante.  

Las virtudes cristianas son transformadas en virtudes laicas; los ilustrados nunca hablan de caridad (amor al prójimo por amor a Dios), sino que emplean la palabra filantropía (amor al hombre por el hombre mismo).El carácter no religioso de la Ilustración se nota también en las lecturas de la época: en el siglo XVII los libros que más se editaban eran las vidas de santos y las obras de piedad; en cambio en el siglo XVIII las obras más editadas son de filosofía, ciencias naturales y apenas libros religiosos.  


viernes, 15 de mayo de 2009

Crisis del 29


La "gran depresión" económica que se generalizaría a partir de 1929 destruiría "el espíritu de Locarno" y propiciaría que la inseguridad, la violencia y la tensión volvieran a caracterizar las relaciones internacionales. Lo que en 1928 era impensable, la posibilidad de una nueva guerra mundial -como mostraba que un total de 62 Estados ratificasen el pacto Briand-Kellogg-, resultaría casi inevitable en unos pocos años.
La crisis económica mundial fue precipitada por la crisis de la economía norteamericana, que comenzó en 1928 con la caída de los precios agrícolas y estalló cuando el 29 de octubre de 1929 se hundió la Bolsa de Nueva York. Ese día bajaron rápidamente los índices de cotización de numerosos valores -al derrumbarse las esperanzas de los inversores, después que la producción y los precios de numerosos productos cayeran por espacio de tres meses consecutivos- y se vendieron precipitadamente unos 16 millones de acciones. Las causas últimas de la crisis norteamericana fueron, de una parte, la contracción de la demanda y del consumo personal, los excesos de producción y pérdidas consiguientes (por ejemplo, en el sector automovilístico y en la construcción) y la caída de inversiones, propiciada por la caída de precios; y de otra, la reducción en la oferta monetaria y la política de altos tipos de interés llevadas a cabo por el Banco de la Reserva Federal desde 1928 para combatir la especulación bursátil. En cualquier caso, el producto interior bruto norteamericano cayó en un 30 por 100 entre 1929 y 1933; la inversión privada, en un 90 por 100; la producción industrial, en un 50 por 100; los precios agrarios, en un 60 por 100, y la renta media en un 36 por 100. Unos 9.000 bancos -con reservas estimadas en más de 7.000 millones de dólares- cerraron en esos mismos años. El paro, que en 1929 afectaba sólo al 3,2 por 100 de la población activa, se elevó hasta alcanzar en 1933 al 25 por 100 de la masa de trabajadores, esto es, a unos 14 millones de personas.
Como consecuencia, Estados Unidos redujo drásticamente las importaciones de productos primarios (sobre todo, de productos agrarios y minerales procedentes de Chile, Bolivia, Cuba, Canadá, Brasil, Argentina y la India), procedió a repatriar los préstamos de capital a corto plazo hechos a países europeos y sobre todo a Alemania, y recortó sensiblemente el nivel de nuevas inversiones y créditos. La dependencia de la economía mundial respecto de la norteamericana era ya tan sustancial (sólo en Europa los préstamos norteamericanos entre 1924 y 1929 se elevaron a 2.957 millones de dólares); y las debilidades del sistema internacional eran tan graves (países excesivamente endeudados y con fuertes déficits comerciales, grandes presiones sobre las distintas monedas muchas de ellas sobrevaloradas tras el retorno al patrón-oro, numerosas economías dependientes de la exportación de sólo uno o dos productos) que el resultado de la reacción norteamericana fue catastrófico: provocó la mayor crisis de la economía mundial hasta entonces conocida. El valor total del comercio mundial disminuyó en un solo año, 1930, en un 19 por 100. El índice de la producción industrial mundial bajó de 100 en 1929 a 69 en 1932.
Aunque con las excepciones de Japón y de la URSS la crisis golpeó en mayor o menor medida a la totalidad de las economías, fue en Alemania donde sus efectos fueron particularmente negativos. La economía alemana no pudo resistir la retirada de los capitales norteamericanos y la falta de créditos internacionales. El comercio exterior se contrajo bruscamente. La producción manufacturera decreció entre 1929 y 1932 a una media anual del 9,7 por 100. Los precios agrarios cayeron espectacularmente. La producción de carbón descendió de 163 millones de toneladas en 1929 a 104 millones en 1932; la de acero, de unos 16 a unos 5, 5 millones de toneladas. El desempleo que en 1928 afectaba a unas 900.000 personas, se duplicó en un año y en 1930 se elevaba ya a 3 millones de trabajadores. Las medidas tomadas por el gobierno del canciller Brüning, formado el 30 de marzo de 1930, tales como elevación de impuestos, reducción del gasto público y de las importaciones, recortes salariales y mantenimiento del marco -medidas pensadas para impedir una reedición de la crisis de 1919-23 y para que Alemania pudiese hacer frente al plan Young-, resultaron a corto plazo muy negativas. La contracción de la demanda que provocaron hizo que el desempleo se elevara a la cifra de 4,5 millones en julio de 1931 y a 6 millones al año siguiente (aunque es posible que, con más tiempo, pudieran haber dado resultados positivos: a principios de 1933, se apreciaban ya signos de reactivación).
El pánico financiero y bancario norteamericano se contagió a Europa. Los banqueros franceses -los Rothchilds, principalmente- retiraron los créditos concedidos al banco austríaco Kredit Anstalt, que quebró y arrastró a la quiebra a numerosos bancos de Austria, Hungría y Polonia. Como también se señaló al hablar de la dictadura nazi, los bancos alemanes, por temor a quiebras en cadena ante la huída masiva de capitales, cerraron entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931. La libra fue sometida a fortísimas presiones de los especuladores internacionales: Gran Bretaña decidió en septiembre de 1931 abandonar el patrón-oro y devaluar la libra en un 30 por 100, decisión que obligó a su vez a otros países a reforzar las políticas deflacionistas ya adoptadas por sus gobiernos respectivos.
Estos -Hoover en Estados Unidos; MacDonald en Gran Bretaña; Brüning en Alemania; Herriot en Francia- hicieron lo que la ortodoxia económica prescribía para hacer frente a situaciones de crisis: reducciones del gasto público, políticas de equilibrio presupuestario, aumentos de impuestos, reducción de costes salariales, limitación de importaciones vía elevación de aranceles y rígidos controles de los cambios. Como Keynes demostraría poco después en su Teoría general (1936) ya citada, la ortodoxia estaba equivocada, y probablemente sólo la intervención de los gobiernos estimulando la inversión y la demanda -tesis keynesiana- pudo haber generado crecimiento económico y empleo.
Fue cierto, con todo, que el resultado de la aplicación de las recetas clásicas no fue totalmente negativo. Hacia 1933, algunas economías parecían ya camino de su recuperación, y para entonces lo peor de la depresión había pasado. Pero los efectos a corto plazo fueron devastadores. Primero, el desempleo alcanzó cifras jamás conocidas: 14 millones en Estados Unidos, 6 millones en Alemania, 3 millones en Gran Bretaña y cifras comparativamente parecidas en numerosísimos países. Segundo, la crisis social favoreció el extremismo político. El temor real o ficticio al avance del comunismo y de la agitación revolucionaria provocó en muchos países el auge de movimientos de la extrema derecha y en algunos, como en los Balcanes y en los Estados bálticos, la implantación de dictaduras fascistizantes. Peor aún, la crisis contribuyó decisivamente al colapso de la República de Weimar y a la llegada de Hitler al poder. Tercero, la crisis económica provocó fuertes tensiones en las relaciones comerciales internacionales al recurrir los gobiernos a medidas proteccionistas para defender las economías nacionales. Estados Unidos impuso el 17 de junio de 1930 el arancel (Hawley-Smoot) más alto de su historia. En mayo de 1931, Francia introdujo el sistema de "restricciones cuantitativas" a las importaciones, un sistema de cuotas sobre unos 3.000 productos de importación. Gran Bretaña impuso en 1932 un impuesto del 10 por 100 sobre todas las importaciones; en la conferencia de Ottawa (21 de julio a 20 de agosto de 1932), los países de la Commonwealth aprobaron el principio de "preferencia imperial", por el que determinados productos coloniales entrarían en Gran Bretaña sujetos a cuotas pero sin recargos arancelarios, y los productos industriales británicos gozarían de beneficios para su exportación a las colonias.

miércoles, 6 de mayo de 2009

JOHAN HUIZINGA: EL OTOÑO DE LA EDAD MEDIA


Los siglos XIV y XV son, en muchos lugares - sobre todo en Italia -, el principio de una nueva era, o al menos su anuncio. Quienes buscan las raíces del Renacimiento las encuentran en ellos, y aún más, el ''Quattrocento'' aparece ya como la quintaesencia de aquél en algunos aspectos. Estamos condenados a ensanchar los límites de cualquier categoría historiográfica, una vez creada, y no es difícil hacerlo; los especialistas son capaces de buscar y encontrar ejemplos que lo justifiquen, pues en la diversidad de la vida humana y de sus manifestaciones se da esa posibilidad; también un mismo fenómeno suele presentar ambigüedades susceptibles de ser interpretadas en un determinado sentido, y no es infrecuente que nos hallemos, a veces, entre ciertas personalidades representativas - caso de Dante o de Petrarca - que presentan la doble faceta y que al mismo tiempo tipifican el pasado y el futuro. Con el mismo derecho, los estudiosos de la Edad Media ven en estos siglos la culminación del significado de ésta; son inteligibles, en sus hechos y en sus mentalidades, sólo desde el contexto que les proporciona el espíritu medieval, tan vivo todavía, que volverá a impregnar más tarde al mundo postrenacentista tomando como eje las preocupaciones de carácter religioso. 

Huizinga, como luego Genicot, tiene esta segunda perspectiva. Si éste, al abarcar toda la Edad Media, otorga a los siglos en cuestión un papel no creativo pero de continuidad, Huizinga se centra en ellos para remarcar a pesar de todo lo específicamente medieval de su esencia, labor mucho más ardua, pues sus argumentos no pueden descansar sólo en razones formales. Ambos, además, ven en Francia y aledaños el ámbito territorial más representativo, lo cual no deja de ser un enfoque parcial de ese mundo que quizá no sería válido si se hubiera centrado en otros lugares, y no digamos ya en Italia. Podemos delimitar un poco más el enfoque de Huizinga y situarlo en un espacio aún menor, el correspondiente al ducado de Borgoña, que incluye también a Flandes. Coincide, por cierto, el período, con la existencia de esa extraña unidad política donde confluyen influencias de origen diverso (francesas, germanas, italianas) que le dan un aire ''internacional'', abierto (y por ello muy medieval), pero que añade por su cuenta un toque ''borgoñón'', esto es, una especie de desmesura, de exageración. Entre Borgoña y Francia, va pues Huizinga a deambular para mostrarnos el tono de aquellos tiempos. 

El tono de la vida, precisamente, será objeto de su primer análisis. Y ese tono ofrece, sobre todo, contrastes, vivencias mucho más marcadas que en nuestros tiempos entre la alegría y la desgracia, entre la felicidad y el dolor, entre la risa y el llanto. La cara y la cruz de la vida se manifestaban intensamente: predicadores que sumen a sus oyentes en el terror y el arrepentimiento, exteriorización de los sentimientos de un modo desbordado, apasionamiento y fantasía pueril. De todo ello los documentos de la época no son capaces de ofrecer en plenitud una imagen exacta, pero también son fuente segura para que sepamos que la codicia y la belicosidad destacaban sobre las demás pasiones. Los cronistas (como Chastellain) y la literatura (canción popular y libros de caballerías sobre todo) van más allá, envolviendo las pasiones en auras de leyendas, lo que evidencia que aún estaban vivas las raíces de la mentalidad medieval ''Tan abigarrado y chillón era el colorido de la vida que era compatible el olor a sangre con el de las rosas''; el pueblo ''vive entre los extremos de la negación absoluta de toda alegría terrena y un afán insensato de riqueza y de goce, entre el odio sombrío y la más risueña bondad''. Pero, por desgracia para nosotros, la parte positiva, lo luminoso de aquella época, no ha quedado tan bien reflejado en los testimonios de que disponemos como la tristeza, lo oscuro, y por ello la Edad Media se nos aparece con esos tonos tan lúgubres. 

Una realidad poco gratificante exigía el anhelo de una vida más bella, y en eso también el Renacimiento va a coincidir, pero con una diferencia: el Renacimiento valora la belleza por sí misma, mientras que el hombre medieval la pone al servicio de lo sobrenatural y lo heroico. La Corte de un príncipe se convierte en un remedo de la Corte celestial, y, como en ésta, hay una jerarquía y un ritual; la cortesía se generaliza en todos los estratos. Y el ideal caballeresco, justificado en la protección a los débiles, se va a nutrir cada vez más de valores religiosos: ''con tales colores de piedad y continencia, sencillez y fidelidad se pintaba entonces la bella imagen del caballero ideal''. La prueba de que el heroísmo era todavía un valor vigente está en la fundación de órdenes militares como la del Toisón de Oro y la pervivencia del espíritu de cruzada, bien para reconquistar los Santos Lugares, bien para impedir el avance de los turcos en los Balcanes (Batalla de Nicópolis); luego los hechos no serían tan fieles a las intenciones y la vanidad sustituye a la eficacia del intento. También el amor es una constante del ideal caballeresco, pero un amor que busca más el merecimiento que la consumación, al revés, una vez más, que en el Renacimiento. A falta de cruzadas y damas que rescatar, la vida y el ideal caballerescos se materializan en el torneo, que es también fiesta y deporte; se inventan pretextos (como los ''pasos honrosos'') y se llevan los colores de la dama. Eso quiere decir que ''el ideal caballeresco, con su contenido todavía medio religioso, sólo podía ser profesado por una época de cerrar los ojos a la fuerza de las realidades, por una época susceptible de las mayores ilusiones''. La cultura moderna, que entonces empezaba a desplegarse, obliga pronto a la antigua forma de la vida a renunciar a las ''aspiraciones demasiado altas''. 

Esas aspiraciones elevadas son aún la base, en el terreno amoroso, de la primera parte de la obra más representativa del tema: el ''Roman de la Rose'', de Guillaume de Lorris; toda una retórica medieval (personificaciones de la Ociosidad, el Recreo, la Alegría, la Dulzura, la Juventud...) entra en un juego, la conquista del castillo del amor, sin llegar a lograrse el intento, con la consiguiente frustración del amante. Pero la segunda parte, la debida a Jean de Meun, sin romper con el procedimiento, llega sin embargo al final contrario: el castillo es asaltado y la rosa obtenida; un misticismo sustituye a otro: frente a los valores religiosos de la castidad, de la virginidad y de la renuncia se alza el imperativo de la naturaleza, que exige la conservación de la especie: ''en todo esto se vuelve a poner con plena conciencia en el centro el motivo sexual y se le reviste en la forma de un misterio tan ingenioso, más aún, de tanta santidad, que no era posible un reto más descarado al ideal de vida de la Iglesia. En su tendencia completamente pagana puede considerarse al ''Roman de la Rose'' como un paso hacia el Renacimiento. En su forma externa parece genuinamente medieval''. Pero ni en un caso ni en otro, ni en la literatura erótica ni en la piadosa, hay ''apenas una huella de auténtica compasión por la mujer, por su debilidad y por los peligros y dolores que le depara el amor''. Todo el ideal amoroso, más o menos sublimizado, está visto desde el mundo masculino como un pretexto al servicio de su vanidad (como decía la poetisa de la época, Cristina de Pisan, ''No son las mujeres quienes han hecho estos libros''). En definitiva, ''el bello juego del amor, como forma de vida, fue jugado, pues, en el estilo caballeresco, en el genero bucólico y en la artificiosa alegoría de la rosa, y aunque resonaba por todas partes la negación de todos estos convencionalismos, sus formas conservaron, sin embargo, su valor vital y cultural hasta mucho después de la Edad Media''. 

Y del amor a la muerte. La fuerza de la imagen de la muerte es, a finales del período, más intensa que nunca. La misma palabra ''macabre'', de etimología incierta, surge a finales del XIV, y pronto servirá para adjetivar las ''danzas de la muerte''. Y es lo macabro lo que mejor define la representación que las gentes se hacían de todo aquéllo que se refiere a la muerte. Los predicadores no hablaban de otra cosa. Muchas veces elegían a propósito lugares tétricos, como los cementerios, para hacer más eficaces sus palabras. Y de todos ellos, el cementerio parisino de los Inocentes alcanzó triste fama en ese sentido. Las mismas danzas de la muerte'' (que en principio fueron ''danzas de los muertos'', y sólo de hombres) se solían representar allí, aunque la primera de ellas lo fue en 1449 en el palacio ducal de Brujas, por tanto, antes de que pasaran a ser tema para el arte. El terror que la muerte provocaba era, pues, la manifestación más extrema del espíritu religioso, pero éste tenía también otras formas de expresión siempre tensas, que necesariamente pasaban por lo plástico; es una religiosidad que no puede prescindir del culto a la Virgen y a los santos en una medida que de hecho se acerca a un politeísmo efectivo: ''Para la fe vulgar de la gran masa, la presencia de una imagen visible hacía completamente superflua la demostración intelectual de la verdad de lo representado por la imagen. Entre lo que se tenía representado con forma y color delante de los ojos las personas de la Trinidad, el infierno flamígero, los santos innúmeros y la fe en todo ello, no había espacio para esta cuestión: Será verdad?''. La religión se vive con cierta rutina a nivel popular, de un modo pasivo; los círculos nobles también en esto quieren destacar, y hay así una especie de ''romanticismo de la santidad'' que les hace, pese a llevar una vida poco recomendable, buscar una especie de autohumillación que no siempre queda en retórica; otros, sacerdotes o no, se dejan llevar por la emoción y la fantasía que la Iglesia admitía siempre que no rebasaran lo simbólico. Aun así, la exageración provocada por el recurso a los símbolos llegó a extremos casi grotescos: la analogía entre lo sagrado y lo profano, las alegorías, la numerología (todas las semanas había un día nefasto para recordar la matanza de los Inocentes). La lucha contra tal tendencia será uno de los caballos de batalla de Lutero (''Quién es tan pobre de ingenio'', dijo, ''que no pueda probar a hacer alegorías?''). Como dice Huizinga ''el simbolismo era un medio de expresión deficiente para las conexiones del cosmos, que se imponen al espíritu como un firme saber, sin necesidad de ser expresadas en términos lógicos, conexiones como las que surgen muchas veces en nuestra conciencia cuando oímos música: ''videmus nunc per speculum in aenigmate''''. La reacción más vigorosa contra ese tipo de religiosidad vendrá de Flandes: es la ''Devotio moderna'', la imitación de Cristo, la humildad, la sencillez, la plácida espera de la muerte, que ya no es vista con terror sino con esperanza. 

En la vida cotidiana el pensamiento también está determinado por una finalidad moral y religiosa, pero la forma que adopta es fundamentalmente el refrán, incluyendo en esta categoría, a nivel aristocrático, el lema. Por otro lado, la propensión a individualizar las situaciones y a creer que cada una de éstas tiene una explicación propia, aunque dentro de un esquema alegórico-religioso, da lugar a la generalización de la casuística en todos los terrenos, desde el ceremonial hasta los torneos pasando por los asuntos de conciencia; el autor pone como ejemplo significativo los testamentos de la época, tan minuciosos en los detalles como pobres en bienes a transmitir. 

Para Huizinga, los documentos oficiales, la gran pasión de los historiadores, no dejan traslucir plenamente el tono de la vida medieval, son demasiado formales. La literatura (pensemos por ejemplo en Villon) nos acerca más a la realidad, pero a través de ella sólo se decanta, por lo general, el lado negativo, pues su contenido abunda más en los aspectos lúgubres que en los luminosos; la imagen que nos proporciona de la Edad Media resulta dura, poco atractiva. En contraste, el arte tiende a ver el lado amable, positivo, sereno. Por ello, una visión completa del período tiene que valerse de los tres elementos al mismo tiempo. En el caso del arte, y especialmente de la pintura, son al mismo tiempo la limitación del medio (aunque menos que en la escultura) y la finalidad (crear un ambiente que contribuyera a rodear a las clases superiores de lujo y belleza) las causas de esa primacía de lo positivo. Al tratarse además de algo nuevo en relación con la literatura (sumida ya en un formalismo carente de vigor), la representación plástica resulta más viva y auténtica, sobre todo cuando se acerca a la naturaleza o a describir la realidad humana. La perfección formal llega con sorprendente rapidez (véase la obra de Van Eyck) y hay también un ideal de belleza, como en el Renacimiento, pero ese ideal está al servicio de la emoción religiosa o de la majestuosidad, y no se expresa tampoco mediante composiciones unitarias, sino que pone énfasis en los detalles (a modo de paisajes con figuras); esta última característica es, para Huizinga, prueba para adscribir sin duda las obras de estos primitivos flamencos o borgoñones al espíritu medieval en vez de resaltar los aspectos, más bien técnicos, que les hacen preludiar el Renacimiento. 

La imagen y la palabra recorrieron distinto camino para representar aquel mundo. Parece que para los coetáneos la palabra tuvo más fuerza y las obras literarias fueron más valoradas. Por el contrario, para nosotros el arte alcanza una valoración superior a la que le dieron quienes lo contemplaron por vez primera, mientras que la mayor parte de la literatura de la época nos parece extravagante y poco atractiva. Ello se debe, dice Huizinga, a que ''el contemporáneo reacciona ante la palabra del poeta con una multitud de asociaciones vivas, pues el pensamiento está entretejido con su vida y lo tiene por nuevo y en flor bajo la veste de la nueva palabra encontrada para él'', pero ''el pintor vive del tesoro de lo no expresado, y la riqueza de ese tesoro es la que determina el efecto más profundo y más duradero de todo arte''. Por eso ''aunque Jan van Eyck hubiese sido el poeta más grande de su siglo, el misterio que se revela en la imagen no se le hubiera abierto en la palabra''.

martes, 21 de octubre de 2008

NIALL FERGUSON: LA GUERRA DEL MUNDO


El siglo XX se abrió con la promesa de los mayores avances científicos y tecnológicos de la historia de la humanidad. Sin embargo, pronto se convirtió en el más sangriento de la historia. ¿Cómo explicar la intensidad y alcance de la violencia desatada en lo que fue realmente una «guerra del mundo»?

Niall Ferguson aborda en su libro más ambicioso hasta la fecha la respuesta a esta pregunta, la paradoja fundamental de esta «Edad del Odio» de la historia, que asoló ciudades y exterminó a millones de personas mientras el nivel de vida de gran parte de la población mundial mejoraba imparablemente. Con su característica brillantez, rigor y originalidad, La guerra del mundo explica cuál fue el problema de la modernidad en un viaje que le lleva de la estepa siberiana a las playas de Okinawa, de las llanuras polacas a los cementerios de Guatemala y de las calles de Sarajevo a los campos de exterminio de Camboya. Con su habitual combinación de historia, economía y nuevas perspectivas, Ferguson nos ofrece una revolucionaria reinterpretación de la historia contemporánea y arroja nueva luz sobre el eterno conflicto entre este y oeste.

Niall Ferguson, considerado por la crítica especializada uno de los historiadores más brillantes del mundo anglosajón, es profesor de historia financiera en la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York, profesor e investigador en el Jesus College de Oxford e investigador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Es autor, entre otras obras, de Dinero y poder en el mundo moderno, Coloso e El imperio británico. Debate publicará próximamente su esperado libro sobre la Segunda Guerra Mundial.

De la crítica del profesor Juan Avilés para El Cultural (12-7-2007) hemos seleccionado dos párrafos significativos:

En La guerra del mundo Ferguson ofrece un angustioso panorama de los horrores que se sucedieron en siglo XX, en el que la guerra, el terror totalitario y el genocidio causaron cerca de 200 millones de muertes, que se concentraron sobre todo en el período de las dos guerras mundiales. No es una lectura agradable, pero resulta apasionante. Junto a los episodios más conocidos, entre los que destaca el holocausto, Ferguson evoca otros menos presentes en la memoria colectiva, como el genocidio armenio perpetrado por los turcos durante la I Guerra Mundial o las atrocidades cometidas por las tropas japonesas tras la toma de Nankín en 1937. No trata tampoco de eludir las responsabilidades de los aliados, sobre todo por los masivos bombardeos de ciudades alemanes y japonesas en la II Guerra Mundial, aunque con buen criterio rechaza que se pueda establecer una equivalencia moral entre Auschwitz e Hiroshima. Y junto a las grandes matanzas resultan también inquietantes, por lo que sugieren respecto a la naturaleza humana, los testimonios que cita acerca de la facilidad con que soldados de naciones democráticas podían asesinar a prisioneros de guerra.

(...)

La profundidad analítica de La guerra del mundo no está sin embargo a la altura de su brío narrativo, pues resulta incompleta la discusión sobre los factores que condujeron a tales atrocidades. Ferguson alude a los odios étnicos –que hacen particularmente vulnerables a los territorios de población mixta–, a la inestabilidad económica –catalizadora de tensiones–, y al declive y caída de los imperios multiétnicos –como el ruso, el austro-húngaro y el otomano–. En cuanto al otro gran tema que aparece en el subtítulo del libro, el declive de Occidente, el enfoque de Ferguson resulta más tópico que convincente. Es cierto que las potencias europeas no dominan ya el mundo como hace un siglo y que las naciones occidentales representan un porcentaje declinante de la población mundial, pero más importante que eso me parece el extraordinario nivel de bienestar económico, de libertad, de respeto a la ley y de creatividad científica que Occidente ha alcanzado y que gradualmente se va extendiendo a otras regiones del mundo. ¿No es este el verdadero triunfo de Occidente?

miércoles, 24 de septiembre de 2008

GLOBALIZACIÓN Y ANTIGLOBALIZACIÓN



La globalización es un proceso fundamentalmente económico que consiste en la creciente integración de las distintas economías nacionales en una única economía de mercado mundial.[1] [2]

La globalización muchas veces se la relaciona al neoliberalismo encarnado en los organismos internacionales públicos como OMC, FMI y BM; modelo rechazado por los grupos altermundistas, entre otros. Sin embargo, se alega, la globalización, o lo que se entienda por ella, es un proceso autónomo o un orden espontáneo que no depende de la dirección de tales organismos públicos, el accionar de los cuales pueden incluso entorpecer el proceso, sino del crecimiento económico y del avance tecnológico humano.[3]

Es discutible relacionar la globalización con una dimensión extra-económica o extra-tecnológica,[4] pero abarcaría cuestiones mundiales como: transporte, telecomunicaciones, cambio climático, imperialismo cultural, multiculturalismo, inmigración, incremento o decrecimiento de la calidad de vida.

Un término difícil de definir pero que, en cualquier caso, está determinado por dos variables:
  • Una se refiere a la globalización de carácter financiero que ha tenido lugar en el mundo al calor de dos fenómenos: los avances tecnológicos y la apertura de los mercados de capitales.
El Banco de Pagos Internacional ha estimado que las transacciones mundiales de dinero (en los distintos mercados de divisas) asciende a alrededor de 1,9 billones de dólares (cuatro veces el PIB español). Estos flujos de capitales han enriquecido y arruinado a muchos países, ya que la solvencia de sus divisas está en función de la entrada y salida de capitales. Y eso explica, en parte, crisis financieras como las de México, Rusia, o el sudeste asíático. De ahí que los movimientos contra la globalización hayan reivindicado el establecimiento de la llamada Tasa Tobin, que no es otra cosa que la creación de un impuesto que grave los movimientos de capitales.
  • La otra globalización, se trata de las transacciones de bienes y servicios que se realizan a nivel mundial.
En este caso, son los países pobres y los mayores productores de materias primas (que en muchos casos coinciden) los que reclaman apertura de fronteras, ya que tanto en Estados Unidos como en la UE existe un fuerte proteccionismo. Muchas ONG de las que se manifiestan contra la globalización quieren desarrollar el comercio, pero no los capitales.

El movimiento altermundista o antiglobalización es un movimiento social internacionalista formado por grupos activistas provenientes de diversas corrientes políticas y surgido como respuesta critica a la globalización "neoliberal" entre finales del siglo XX y principios del siglo XXI, entendida ésta como la progresiva concentración de poder económico por parte de oligarquías transnacionales facilitada por los gobiernos de turno. Existe cierta controversia sobre el término que define a éste movimiento. Sus partidarios prefieren el término "altermundismo" o "alterglobalización" para evitar definirse por oposición y porque el término "antiglobalización" contribuye a una imagen imprecisa y negativa. También es posible encontrar referencias al "Movimiento por la Justicia Global" o "altermundialismo" como otra denominación aceptada para este movimiento internacional.

Los activistas creen que la globalización es fuente de graves agresiones al medio ambiente, acentúa la precarización del trabajo asalariado, consolida un modelo de desarrollo económico insostenible y socava la democracia entre otros aspectos negativos. Políticamente se opone al propagandísticamente llamado pensamiento único "neoliberal" como única ideología de desarrollo. [1] Por ello sus conocidos lemas de "Otro mundo es posible" y "Un mundo donde quepan muchos mundos".