El s. XIX no puede ser entendido en toda su dimensión sin tener en consideración el precedente que supuso la Ilustración y la Revolución Francesa. Es bien sabido que en esas décadas fue Francia la nación que lideró a la sociedad en determinados aspectos como la defensa de las libertades ciudadanas o la de los derechos más elementales del ser humano.
También en el campo del arte Francia se erigió en el faro por el que se guiarían gran parte de las naciones europeas durante los ss. XVIII y XIX. A un primer momento correspondería el arte de un
Chardin, por ejemplo, admirable retratista que supo captar algunas de las cuestiones básicas de la existencia, como la soledad o la alegría. En cuanto a la técnica, Chardin utilizó una notable reducción de elementos, ayudando a crear un estilo austero y sobrio que, dotado de nuevos significados, sería conocido como Neoclasicismo.
Una vuelta a la Antigüedad clásica y la necesidad de que el arte moderno sirviese no sólo para deleitar sino para educar la moralidad del pueblo. Ambos componentes fueron admirablemente interpretados por
Jacques-Louis David (1748-1825), el pintor de la Revolución y, más tarde, del Imperio incipiente de Napoleón. En todos sus retratos (por ejemplo, el de
Mme. Récamier o el de La muerte de Marat) se impone el dibujo sobre el color, así como una atmósfera muy especial, donde todo permanece en silencio para dejar el protagonismo a la figura humana.
Ese neoclasicismo se extendió por los países europeos con enorme velocidad, en gran medida respaldado por la acción de tratadistas y de las Academias de Bellas Artes, que se encargaron de exaltar a artistas como
Mengs, cuya importancia implícita se ve aumentada en nuestra historia del arte porque permaneció algunos años en la Corte de Carlos III, donde conoció a un jovencísimo
Francisco de Goya.
De hecho, el retrato sería determinante para la carrera de Goya, porque desde que ingresara en la Corte española como artista su dominio a la hora de captar a los retratados le valió el respeto y la admiración de todos. En primer lugar, fueron las grandes familias nobiliarias españolas para más tarde ser la Familia Real la que potenció esta faceta del pintor, que llegó a cimas verdaderamente únicas en obras como
Los Duques de Osuna, La maja vestida o
La familia de Carlos IV.
En España la evolución posterior de la pintura de retrato quedó, como no podía ser de otra forma, marcada por la existencia de Goya, de manera que sólo los pintores dotados de una técnica prodigiosa pudieron aportar algo nuevo al género, como
Vicente López y, en la segunda mitad del s. XIX, a
Federico de Madrazo, perteneciente a una dinastía de pintores que dominaría el arte español durante décadas.
Algo similar a lo que sucedió con Goya tuvo lugar en Francia, donde el protagonismo de un pintor como
Ingres acabó por definir toda una época. Esta situación se vio favorecida, por supuesto, por su extraordinaria longevidad (1780-1867) que le permitió conocer movimientos tan diversos como el Neoclasicismo, el Romanticismo, el Realismo o, incluso, el Impresionismo, al menos en cuanto hace referencia a sus primeros escarceos.
Desde que viajara a Italia para aprender el gran arte del Renacimiento, Ingres despuntó como retratista, dotado de un dominio del dibujo como nunca antes se había conocido, retrató a infinidad de familias nobles, amigos, familiares y, cómo no, también a sí mismo. En la mayoría de esos retratos se impone la mirada fría, casi científica, de un artista que es capaz de trasladar el alma del retratado al lienzo o al papel, y que hoy en día sigue siendo uno de los más admirados entre el público y la crítica especializada.
En el tercer cuarto del s. XIX el retrato conoció un nuevo auge, debido en primer término a la llegada de un nuevo estilo, el Realismo, que apostó por una captación verídica del mundo y del hombre, como se aprecia en los retratos de un
Gustave Courbet o de un
Honoré Daumier, por ejemplo.
En cierta medida, del mismo énfasis en la vida real partió el Impresionismo, el movimiento artístico que ya nos introduce de lleno en la modernidad. Uno de los precursores más directos del Impresionismo fue
Edouard Manet, quien si bien nunca quiso ser adscrito al nuevo estilo, sí ejerció una destacada influencia en los miembros de ese grupo.
Manet era un declarado admirador de la Escuela española de pintura (la del gran Siglo de Oro, sobre todo) y en ese sentido dirigió sus fuerzas como retratista, donde sabe combinar esa admiración por el tenebrismo naturalista del Barroco y un interés radicalmente moderno por los temas de su tiempo: la ciudad, los paseantes, su familia, sus amigos o los espectáculos del París de su época. En todos sus retratos, Manet nos permite conocer a ciencia cierta cómo eran la sociedad y las costumbres del pueblo francés.
El artista ejerció, como decimos, gran influencia en los impresionistas, en especial en
Renoir y en
Degas, así como en el británico
Whistler, todos ellos consumados especialistas en el retrato, al que elevaron a la categoría que en el pasado había ocupado la gran pintura de historia.
Cuando en la década de 1880 pasó el tiempo de los impresionistas, surgieron de inmediato otras opciones a título individual, como las que encarnan
Cézanne, Seurat,
Van Gogh, Gauguin o
Toulouse-Lautrec. De todos ellos, fueron Van Gogh y Toulouse-Lautrec los más preocupados por mostrar mediante el género del retrato sus ideas sobre la pintura moderna. Mientras que en Van Gogh es el color en estado puro, la pincelada sinuosa, la que refleja toda la expresión del retratado, en Toulouse-Lautrec será la línea, el carboncillo, el que permite mostrar la esencia de las figuras, casi todas ellas pertenecientes al mundo de los espectáculos nocturnos de París.
Finalmente, el s. XX ha conocido el desarrollo de una serie de movimientos de vanguardia que han transformado por completo el arte heredado; en Viena,
Klimt,
Schiele o
Kokoschka mostraban una nueva manera de hacer retratos, a medio camino entre el simbolismo y el expresionismo. Son imágenes dominadas por la potencia del color así como por la necesidad de reflejar la expresividad del modelo.
En España ese momento fue interpretado por grandes especialistas en el retrato, como el valenciano
Joaquín Sorolla, que utiliza el color y la luz para configurar los rostros y los cuerpos; como
Zuloaga, el mejor intérprete de la llamada "generación del 98" en España; o como
Anglada Camarasa, que optó por una combinación entre naturalismo y decorativismo.
Entre las figuras de talla internacional que más aportaron al género del retrato en la primera mitad del s. XX hay que mencionar a
Pablo Picasso y a
Henri Matisse. El primero siempre tuvo como referente la figura humana, que fue interpretando de maneras muy diversas según iba atravesando las etapas de su pintura: modernismo, simbolismo, cubismo, expresionismo o surrealismo. El segundo, Matisse, es un maestro reconocido del retrato basado en el libre juego del color.
Una nueva postguerra llevó a las dos últimas interpretaciones del retrato que hemos podido conocer; por un lado, el nuevo expresionismo, plagado de drama existencial, de
Francis Bacon, autor de rostros deformes por el dolor y la soledad; por otro, una visión más ligera pero tanto o más moderna, el arte pop de
Andy Warhol, que fue capaz de crear un código visual que ha seguido vigente en las décadas posteriores.