martes, 27 de julio de 2010

EL VIAJE DE BALDASSARE de AMIN MAALOUF


La crítica considera a este escritor libanés un defensor del encuentro entre Oriente y Occidente; aboga por el conocimiento histórico de los errores que llevaron al conflicto a nuestras culturas en las lejanas Cruzadas - motivadas entonces por el fanatismo y la intolerancia de un cristianismo que atacó con saña a la cultura más avanzada del mundo - y que se reproducen hoy en día en el estallido fundamentalista islámico, cerrado en sí mismo y que demoniza el occidentalismo. Lejos de posicionarse en uno u otro bando por pertenecer, tanto por raíces como por ideología, a ambos, Maalouf canta a la hermandad entre los pueblos, a la tolerancia que permita el florecimiento y el respeto mutuo entre todos los hombres. Su credo no se materializa solo en su obra ensayística o en los artículos que, como profundo conocedor de las culturas mediterráneas, realiza desde hace más de veinte años, sino en sus novelas, como puede comprobarse en El viaje de Baldassare.

La novela de Maalouf es un canto a la tolerancia y al encuentro entre las diferentes culturas. No sería de extrañar su redescubrimiento en el cercano Fórum de las Culturas 2004 de Barcelona, pues las ideas en ella contenidas bien podrían instituirse en manifiesto de dicho evento y del espíritu que defiende. Confieso que en una primera lectura me chocó la diversidad que dibuja el autor en la Gibeleto - la posterior Biblos y actual Jubayl, en Líbano - del XVII y en los restantes parajes que en su periplo recorrerá Baldassare: él, paradigma del encuentro entre ambas culturas - occidental por su origen genovés y dogma cristiano, oriental por haber nacido en Líbano y por su profundo conocimiento del saber de su tierra -, se codeará sin prejuicios con judíos como Maimún, con protestantes holandeses como el pastor Coenen o ingleses, en su viaje a Londres; con musulmanes de toda índole e incluso con ortodoxos moscovitas como Evdokim, al que Baldassare llama socarronamente y sin malicia “cismático extraviado”. En su novela descarga Maalouf su ansía de un mundo más justo, en el que nadie deba sentirse humillado por sus creencias o fe, y pone en boca de su protagonista, Baldassare, su esperanza más profunda, rodeada aún de escepticismo, recelosa de la maldad de los hombres:

Me dicen que es la única ciudad del mundo [Amsterdam] en la que un hombre puede decir “soy judío”, como otros dicen en su país “soy cristiano” o “soy musulmán”, sin temer por su vida, por sus bienes, o por su dignidad. [...]

Un día, si Dios quiere, toda la tierra será Ámsterdam.

Sonrió con amargura.

18 de septiembre, página 73.

Y, sin embargo, tras esta alegoría que impregna todo el texto, el final no es todo lo esperanzador que, creo, desearía el autor: Baldassare deja Gibeleto, harto de sentirse extraño en su patria, y acepta volver a Génova, donde sin embargo también se siente extranjero. Pero de ello hablaremos más adelante.

Pasemos antes al argumento, a la historia que nos narra Maalouf, con prosa elegante y sin recarga ostentosa, que a mi juicio dota a la narración de un ritmo ágil y dinámico sin caer por ello en la vulgaridad, en ese escenario que tanto ama, el Mediterráneo que siempre defenderá como lugar de encuentro entre las culturas.

Baldassare Embriaco, protagonista e imbuido de componentes autobiográficos del propio Maalouf - cristiano nacido en Oriente, respetuoso como el autor por las demás culturas, etnias o dogmas -, es un próspero librero de la Gibeleto de mediados del siglo XVII. Cercano el año 1666, las profecías sobre el advenimiento del Anticristo en tan funesta fecha destruyen la placidez que dominaba su vida hasta entonces, y son muchos los que vuelven su mirada hacia un mítico libro, El Centésimo nombre, sobre el que ya le advirtió un extraño moscovita dieciocho años atrás. A falta de escasos meses para la llegada del que muchos consideran el Año de la Bestia, Baldassare se muestra escéptico sobre la veracidad de tan agoreras predicciones, pero no cierra totalmente la puerta a los rumores que sacuden su mundo con una coraza de jocosa incredulidad.

Es precisamente a sus manos escépticas a las que llega, por una casualidad - que su sobrino Buméh interpreta como voluntad divina -, el libro de Mazandarani, El Centésimo Nombre, tomo cabalístico que, según la tradición musulmana, contiene el Nombre Secreto de Alá y protege a su poseedor de las desgracias de la cólera divina. Antes de poder comprobarlo, sin embargo, el infortunio se alía contra Baldassare, quien prácticamente se ve obligado a vender el libro a un emisario francés, Hughes de Marmontel, que emprende con él viaje a Constantinopla.

Relatado esto a sus sobrinos, Habib y Buméh, Baldassare se verá atrapado en la vorágine del pánico por el advenimiento de la Bestia - personalizado en la figura de su agorero y arrogantemente erudito sobrino Buméh - y por los pueriles intereses de Habib, que ansía en secreto acompañar a Marta a Constantinopla y actúa así, tal vez, como herramienta decisiva en el Destino de su tío. Apremiado por éstos, Baldassare emprenderá viaje tras el emisario francés con la intención de recuperar, o siquiera leer, el libro que tal vez contiene la clave para evitar el Juicio Final sobre la descreída humanidad.

Llegamos aquí a la contradicción que emplea Maalouf como instrumento enriquecedor de su protagonista: Baldassare no es un fanático en pos de un libro “mágico”, como puede ser Buméh, pero tampoco es totalmente insensible a las predicciones que le rodean, y, como escribe en la intimidad de su cuaderno, “me he dejado ganar por la irracionalidad que me rodea”. El autor parece abogar una vez más por la moderación y por el respeto, rehuyendo de los extremos que impidan la comprensión y el acercamiento mutuos.

A lo largo del viaje, un nuevo elemento abrirá una trama paralela que gozará en muchos momentos del papel de principal en el corazón de Baldassare, para quien el libro de Mazandarani no será sino un añadido secundario: Marta. El viaje que el protagonista emprendiera en busca del libro cabalístico es en realidad un viaje iniciático, definidor de su propia personalidad - chocante por realizarlo Baldassare a la edad (muy avanzada en 1666) de cuarenta años -, y en este viaje descubrirá, además de todo lo relativo al trato entre los hombres de diferentes culturas y creencias y de la verdad sobre el Año de la Bestia, el Amor.

Un Amor, sentimiento excelso sublimado por la poesía y la tradición árabes, que Baldassare no conocía aún habiendo estado casado: de su trágica primera relación aún guarda heridas plasmadas en la intimidad de su diario y en la que podemos leer tal vez la crítica del autor a los matrimonios de conveniencia, en los que no prima la voluntad de los esposos.

Marta quiere viajar hasta Constantinopla para reclamar ante el Sultán un certificado de viudedad que le permita rehacer su vida y encontrar de nuevo el amor: más adelante tal cuestión permitirá a Maalouf hablar de la corrupción y avaricia de los hombres - los funcionarios inhumanos del Sultán, que exprimen sin piedad a los protagonistas -. Además, Maalouf no presenta a Marta como lo que la crítica occidental parece entender la “mujer árabe”: un ser sumiso, vacío y sin decisión, suspendida en una no-vida, totalmente dependiente del hombre. La Marta de Maalouf es un personaje vivo, que no se resigna, que lucha y que se apasiona, que tiene el valor de amar de nuevo y en ocasiones, más fuerte y decidida que el propio Baldassare.

Pero, en mi opinión, el interés desde que Marta se incorpora, por las artimañas de Habib, al grupo en Trípoli el 25 de agosto, es la evolución del amor que Baldassare siente por ella: ingenuo en ocasiones, quizá se nos antoje ceremonioso y envarado en exceso, pero también imbuido de la honorabilidad y la honestidad que, a mi juicio, harían que Baldassare fuera llamado “caballero” en todas las culturas. El suyo es un amor noble, y desde el principio, aún cuando su relación marital es una ficción, él hace suya la responsabilidad de proteger a Marta.

Sea mi mujer en la realidad o tan sólo en las apariencias, mi honor está ahora vinculado a ella, y tengo que preservarlo.

13 de septiembre, página 68.

Amén de la relación de amor entre ambos protagonistas, la historia del libro sufre un inesperado vuelco al llegar a Constantinopla: la muerte del caballero francés en un naufragio hace el pesimista Baldassare dé por perdido el preciado volumen, pero, ensimismado en su relación con Marta, no concluye el viaje. Incapacitada ésta para lograr el firmán del Sultán, y acosado Baldassare por unos bandidos que mediante coacciones quieren despojarle de una pequeña fortuna, el grupo debe huir precipitadamente de Constantinopla, recalando en Esmirna, donde la vorágine del fin del mundo parece haber enloquecido la sensata urbe, con la aparición del extraordinario Sabbattai.

Sabbattai es un fruto del pánico generalizado por el Año de la Bestia: un profeta que no reconoce la autoridad del Sultán, y cuya impunidad permite a muchos ver la realidad de las profecías. Recordemos que el Poder de la Puerta no se caracterizaba en el XVII por una tolerancia benevolente hacia agitadores de masas que se autoproclamaban Mesías.

Tras las discusiones surgidas con Maimún y el escepticismo de Baldassare, llega por fin 1666, el Año de la Bestia. Ningún suceso apocalíptico confirma las agoreras predicciones, pero nuevas interpretaciones fechan el fin del mundo en Noviembre. Entretanto el grupo se dirige a Quíos, tras saber que allí se encuentra con vida el marido de Marta, casado en segundas nupcias y llevando una vida respetable: en esta parte de la novela, la trama principal es el amor por Marta, mientras que el Centésimo Nombre es una reminiscencia, un recuerdo secundario - Baldassare sabe ya que el libro sobrevivió al naufragio que acabó con el caballero francés, pero antepone los intereses de su mujer a los suyos propios -. La esperanza del protagonista le hace vislumbrar el final de su aventura, y una vuelta a Gibeleto junto a Marta, convertida ésta en su esposa.

Los acontecimientos precipitan el final del segundo cuaderno y la separación de Baldassare y Marta. Incapacitado para recuperarla y traicionado por los ardides del esposo, Baldassare se ve obligado a huir de Quíos. La Fortuna - en sus propias palabras - le abandona con una mano y le recoge con otra. La segunda mujer del esposo de Marta resulta ser un ardid de éste para recuperarla, y las autoridades de Quíos destierran sin contemplaciones a Baldassare. Arrojado en el bergantín Charybdos, Baldassare será separado para siempre de su amada. En el barco conocerá al audaz capitán Domenico y pondrá, sin saberlo ni pretenderlo, rumbo a su hogar.

El tercer cuaderno se inicia en Abril del Año de la Bestia, en Génova. Este cuaderno me ha chocado por la aparente inevitabilidad del Destino que parece defender Maalouf: mientras que hasta ahora Baldassare había decidido, merced a su libre albedrío, sus actos y el devenir de su destino, en el cuaderno III, Un cielo sin estrellas, pasa a ser un sujeto pasivo, una marioneta del Destino. No emprende acción alguna para volver a Génova, y sin embargo llega allí, expulsado por los jenízaros. Ni siquiera sueña con reivindicar su ancestral apellido, y ya en el Puerto se encuentra casualmente con un aliado de su familia, el pintoresco Gregorio Mangiavacca.

Los Mangiavacca habían sido aliados de los Embriaci en la época de esplendor de la familia de Baldassare. A pesar de la ruina de éstos y de que su fortuna supera en mucho a la del propio Baldassare, Gregorio da muestras de inquebrantable lealtad, acogiendo a su “patrón” como si éste fuera aún uno de los Grandes de Italia. El propio Baldassare, supongo que de la misma manera que el lector, expresa su desconcierto:

He llegado a esta ciudad como el hijo pródigo, arruinado, perdido, desesperado, y es él quien me acoge como un padre.

5 de abril, página 259.

Tras varias semanas en su madre patria, Baldassare se debate aún por haber perdido a Marta, y por la suerte que hayan podido correr sus sobrinos y su criado Hatem. No actúa, sin embargo: su pesimismo parece imponerse y únicamente cursa cartas a su hermana, en Gibeleto, preocupándose por los suyos. Las decisiones sobre el destino de Baldassare volverán a tomarlas otros: en este caso, su anfitrión, Gregorio.

Ansioso por unirle a su familia, Gregorio le ofrece a Baldassare a su hija en matrimonio, cosa que turba en extremo a su huésped - en parte por su primer matrimonio, en el que sus padres le unieron a una muchacha que no le amaba y que murió meses después de la boda, en parte por la reminiscencia (cada vez más apagada) de su amor por Marta -. La inquietud y el desasosiego hacen que Baldassare decida abandonar la casa de su anfitrión (comportándose de forma un tanto desagradecida) y es entonces cuando Gregorio, a fin de evitar que su amigo abandone Génova para siempre, le “empuja” para que viaje a Inglaterra, en busca del Centésimo Nombre.

Bajo el dintel se hallaba un jovencísimo marinero que me preguntaba, sin soltar el picaporte si me disponía a marcharme a Londres. Quedé anonadado en ese mismo instante por lo que me pareció una llamada del Destino, y le dije que sí. (...)

Sé quien me ha empujado así y adivino mediante que ardides me ha hecho aceptar Gregorio la idea de partir hacia Inglaterra, pero no consigo comprender aún todos sus cálculos. Supongo que intenta todavía que me case con su hija, y que pretende evitar que regrese a Gibeleto, de donde acaso no habría vuelto jamás.

26-27 de abril, páginas 286-289.

Sea o no por su voluntad, Baldassare retoma la trama del libro de Mazandarani, pues con el objetivo de encontrar el ansiado libro parte a Londres. En el transcurso del viaje varias cosas le ocurrirán a Baldassare: la primera, su amistad con un veneciano (Venecia es el enemigo ancestral y por antonomasia de Génova, enemistados por siglos de luchas y rivalidad), el símbolo más claro de encuentro entre enfrentados: el diálogo une aquello que resulta insólito imaginar unido. El mismo Baldassare, soportando el peso de siglos de rencores y prejuicios, se sorprende de poder entablar una conversación con el veneciano, llamado Girolamo Duzarri. Y, socarronamente, cree oír los estertores agónicos de su padre desde el Cielo, viendo a su primogénito hablar con “el Enemigo”. El mensaje de Maalouf es claro: si ellos dos pueden entenderse, todos pueden. Desde el respeto, el conocimiento mutuo y el diálogo.

El siguiente episodio puede ser anecdótico o incluso irrelevante para el lector común, pero me produjo una tremenda alegría: en su viaje hacia Londres, Baldassare recala - el día 9 de mayo - en el puerto de Mahón, Menorca, donde yo nací. Aunque toda descripción que pueda hacerse sobre el hogar sea siempre insuficiente para relatar la belleza con que nosotros lo recordamos, agradecí enormemente a Maalouf que Baldassare hiciera escala en mi isla natal, en uno de los puertos más bellos del Mediterráneo.

Tras un accidentado viaje, en el que hace escala en Lisboa - donde Baldassare descubre que una nueva treta de Gregorio (confiarle una fuerte suma de dinero) le obliga, por su honor, a volver a Génova tras su viaje - el barco del protagonista es apresado por los holandeses, en guerra contra Inglaterra. Baldassare, junto al resto de tripulantes y pasajeros, es llevado prisionero a Ámsterdam, la ciudad que su amigo Maimún le definió como “paradigma de la libertad” y en la que él entra con grilletes. La utopía de Maalouf se resquebraja. ¿Es ésta la constatación de la derrota de sus ideales? Aún así, utópicos o no, él los defenderá hasta el final.

Tras su liberación, Baldassare llega por fin a Londres. Allí conoce al chaplain al que Wheeler ha vendido el libro, y tras conversar con el clérigo británico, éste le pone en sus manos por fin el Libro de Mazandarani. Baldassare acepta el trueque del anciano: le permitirá leerlo a cambio de que él se lo traduzca al latín.

El hallazgo por fin del Libro podría sugerir el fin de la historia. Y sin embargo, los esfuerzos de Baldassare resultan en vano: todo su viaje, desde la lejana Gibeleto hasta la capital inglesa. Todo en vano, pues el protagonista descubre que no puede leer el libro. Cada vez que intenta leerlo, la oscuridad se cierne sobre él. Maalouf mantiene aquí una ambigüedad equidistante: deja que sea el lector quien decida si este fenómeno se debe a algún “poder” sobrenatural del libro - con lo que, técnicamente, su novela entraría en el género de la fantasía - o si por el contrario son los miedos y las dudas de Baldassare los que le obnubilan la visión, impidiéndole descifrar el contenido del libro. Este recurso permite además a Maalouf mantener el misterio, la aureola incógnita alrededor del Objeto Numinoso de su novela.

Paralelamente a su fracaso intentando leer el libro, Baldassare triunfa en el nivel personal: descubre en los brazos de Bess, la humilde camarera de la taberna donde se hospeda, el Amor más puro y hermoso entre dos personas separadas por abismos culturales.

Incapaz de descifrar el Nombre oculto de Dios, Baldassare asiste atónito al terrible incendio que asola Londres: a punto de ceder al pánico, cree ver en la catástrofe el diluvio de fuego del que le habló su amigo el príncipe Esfahani. Con la ayuda de Bess, el protagonista logra huir de Londres, ante el temor de que el pueblo descargue la cólera por la desgracia en los extranjeros. Una vez más, Baldassare es separado de aquellos a quienes ama por la intolerancia y el furor.

Tras volver a Génova y la propuesta de quedarse allí para siempre, Baldassare regresa de la mano de su amigo el capitán Domenico a Quíos, para cerrar la última trama de la novela: Marta. Maalouf nos ofrece de nuevo un final ambiguo. Podemos creer que Marta mintió a Baldassare para aprovecharse de él, o que miente para proteger su vida y la de su hijo. En cualquier caso el protagonista vuelve la espalda, destrozado, a Quíos y a su vida anterior, y vuelve a Génova. El Año de la Bestia acaba sin cumplirse las predicciones apocalípticas. Es el momento de volver la vista atrás, suspirar aliviado y decir en voz alta “yo nunca creí”.

Así termina la novela de Amin Maalouf: en palabras del propio protagonista

(...) he ido de Gibeleto a Génova dando un rodeo.

1 de enero de 1667, página 437.

Es éste un libro con los elementos de la mejor novela de viajes, a través del Mediterráneo que el autor conoce y ama; un viaje iniciático, curioso porque el protagonista va en busca de su propio ser a los cuarenta años, iniciado ya el ocaso de su vida; la búsqueda del Objeto Numinoso, mantenido el suspense incluso en un final ambiguo y abierto, que deja a la interpretación y el gusto del lector las respuestas finales. Incluso en esto es Maalouf tolerante: no nos impone “su” final, sino que canta a la diversidad y la tolerancia aún en el final de su propia obra. Un libro muy recomendable, que me ha gratificado y del que se puede extraer tanto el buen rato que toda buena novela depara como la sensata reflexión de un autor comprometido.


Edición empleada.

MAALOUF, Amin. El viaje de Baldassare. Alianza Editorial, Madrid, 2002. Traducción de Santiago Martín Bermúdez.

miércoles, 7 de julio de 2010

L'Eraclito Amoroso de Barbara Strozzi

George Steiner, uno de los críticos literarios y analistas del arte y de la cultura más relevantes del siglo XX, que fue reconocido recientemente con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, dice en su obra Errata: el examen de una vida:

Vivir la música”, como la humanidad ha hecho desde sus comienzos, es habitar en un ámbito que, por su propia esencia, nos resulta extraño. Y, sin embargo, es precisamente este ámbito el que ejerce sobre nosotros “una soberanía muy superior a la de cualquier otro arte” (Valéry). Es la música la que puede invadir y regir la psique humana con una fuerza de penetración comparable, tal vez, solo a la de los narcóticos o a la del trance referido por los chamanes, los santos y los místicos. La música puede volvernos locos y puede curar la mente enferma. Si puede ser “el alimento del amor”, también puede abastecer los banquetes del odio. (...)

El fragor de un coro de voces provocan un sentimiento incomparable de comunidad fraternal; propician la oración colectiva y la meditación, paradójicamente acallada por su propio volumen. Pero cuando están ligadas a un himno nacional o guerrillero, al martilleo de una marcha militar, las mismas prácticas corales, en una clave idéntica, pueden desatar la disciplina ciega, la manía tribal y la furia colectiva. Un “solo” que se alza en la oscuridad o en la quietud de la mañana puede transmutar el espacio, la densidad, el curso del mundo. No es únicamente la “música barata”, la cancioncilla facilona del cantante melódico, la melodía basura de la guitarra eléctrica, lo que nos rompe el corazón: es un lamento de Monteverdi, son los oboes en una cantata de Bach, es una balada de Chopin.

Se trata, por lo tanto, de acostumbrar a nuestros sentidos a saber captar la belleza. Para Santo Tomás de Aquino bello es aquello cuya contemplación nos complace. Pero hay que detenerse y contemplar, porque la poesía, la belleza, existen en lo que nos rodea, pero no sabemos apreciarla; y sin embargo, la felicidad consiste en conocer, en saber mirar y también escuchar.

Harmony of voices: Amor "Lamento della ninfa"

CLAUDIO MONTEVERDI

(Cremona, actual Italia, 1567-Venecia, 1643) Compositor italiano. La figura que mejor ejemplifica la transición en el ámbito de la música entre la estética renacentista y la nueva expresividad barroca es la del cremonés Monteverdi. Educado en la tradición polifónica de los Victoria, Lasso y Palestrina, este músico supo hacer realidad la nueva y revolucionaria concepción del arte musical surgida de las teorías de la Camerata Fiorentina, que, entre otras cosas, supuso el nacimiento de la ópera.

Hijo de un médico de Cremona, se dio a conocer en fecha bastante temprana como compositor: publicó su primera colección de motetes en Venecia cuando sólo contaba quince años. Su maestría en el arte de tañer la viola le valió entrar en 1592 al servicio del duque Vincenzo Gonzaga de Mantua, a la sazón una de las cortes más prósperas de Italia.

Tras seguir a su señor en la campaña contra los turcos en Austria y Hungría, y visitar Flandes, viajes éstos que le permitieron conocer otras escuelas musicales ajenas a la italiana, fue nombrado maestro de capilla de Mantua en 1601, con la función de proveer toda la música necesaria para los actos laicos y religiosos de la corte.

Una fecha clave en su evolución fue la del año 1607, en que recibió el encargo de componer una ópera. El reto era importante para un compositor educado en la tradición polifónica que hasta aquel momento había destacado en la composición de madrigales a varias voces, pues se trataba de crear una obra según el patrón que Jacopo Peri y Giulio Caccini; ambos músicos de la Camerata Fiorentina, habían establecido en su Euridice, una obra en un nuevo estilo, el llamado stile rappresentativo, caracterizado por el empleo de una sola voz que declama sobre un somero fondo instrumental. Una pieza dramático-musical, en fin, en que a cada personaje le correspondía una sola voz.

Esto, que hoy puede parecer pueril, en la época suponía un cambio de mentalidad radical: el abandono de la polifonía, del entramado armónico de distintas voces, por el cultivo de una única línea melódica, la monodia acompañada. El resultado fue La favola d’Orfeo, composición con la que Monteverdi no sólo superó el modelo de Peri y Caccini, sino que sentó las bases de la ópera tal como hoy la conocemos.

El éxito fue inmediato y motivó nuevos encargos, como L’Arianna, ópera escrita para los esponsales de Francisco de Gonzaga y Margarita de Saboya, de la que sólo subsiste un estremecedor Lamento. La muerte en 1612 de su protector Vincenzo Gonzaga motivó que el músico trocara Mantua por Venecia, donde permaneció hasta su muerte. Maestro de capilla de la catedral de San Marcos, compuso la magistral colección Madrigali guerrieri et amorosi. Las composiciones religiosas ocupan un lugar destacado en su quehacer durante esta larga etapa. También las óperas: en 1637, cuando el compositor contaba ya setenta años, abrieron sus puertas en Venecia los primeros teatros públicos de ópera y, lógicamente, se solicitaron a Monteverdi nuevas obras.

Desde que el músico escribiera Orfeo, el espectáculo había evolucionado considerablemente: de la riqueza vocal e instrumental de las primeras óperas se había pasado a un tipo de obras en las que la orquesta quedaba reducida a un pequeño conjunto de cuerdas y bajo continuo, sin coro; además, la distinción entre recitativo y arioso se había acentuado. A pesar de estas diferencias, Monteverdi supo adaptarse a las nuevas circunstancias con éxito: las dos óperas que han llegado hasta nosotros, Il ritorno d’Ulisse in patria y L’incoronazione di Poppea, son dos obras maestras del teatro lírico, de incontestable modernidad.

Lamento Della Ninfa es uno de los más célebres madrigales del compositor italiano Claudio Monteverdi. Forma parte del octavo libro de madrigales, denominado "Madrigales guerreros y amorosos", recopilación de 1638 que fue dedicada al emperador Fernando III de Habsburgo. Está compuesto para soprano, dos tenores, un bajo, y bajo continuo, y el texto está basado en una canzonetta de Ottavio Rinuccini. 

Esta obra se divide en tres partes. En las secciones primera y tercera el trío de dos tenores y bajo se mueven en el ámbito descriptivo y contemplativo característico del madrigal tradicional. Comienzan con el relato de la joven ninfa que deja su casa para internarse en el bosque clamando desconsoladamente por su amante que la ha abandonado, y finalizan con una moraleja acerca del amor.

La parte central está protagonizada por la ninfa entonando su patético lamento, con un viraje de la tercera a la primera persona, característica del genere rappresentativo muy utilizado por Monteverdi en el octavo libro de madrigales. El carácter teatral es intensificado por las libertades rítmicas que Monteverdi concede a la cantante, “que va cantando siguiendo el tiempo del sentimiento” (“qual va cantato a tempo dell'affetto del animo”), de acuerdo a la indicación del compositor.

Esta libertad rítmica se equilibra con el bajo ostinato, una serie de cuatro acordes descendentes (la, sol, fa, mi) que se repite a lo largo de toda esta sección, y que establece el ordenamiento armónico de toda la pieza.

A la voz de la soprano se suma el comentario de las voces masculinas, que contemplan la escena y se compadecen de la ninfa, repitiendo en forma irregular la estrofa “Miserella, ah più no, no, tanto gel soffrir non può”. De esta manera se establecen dos planos sonoros que subrayan el dramatismo de la escena.


Original en Italiano

Non havea Febo ancora

recato al mondo il dì,

ch’una donzella fuora

del proprio albergo uscì.

Sul pallidetto volto

scorgeasi il suo dolor,

spesso gli venia sciolto

un gran sospir dal cor.

Sì calpestando i fiori

errava or qua, or là,

i suoi perduti amori

così piangendo va:

 

 

«Amor», dicea, e ’l piè,

mirando il ciel, fermò,

«Dove, dov’è la fe’

che ’l traditor giurò?»

Miserella, ah più no, no,

tanto gel soffrir non può.

«Fa che ritorni il mio

amor com’ei pur fu,

o tu m’ancidi, ch’io

non mi tormenti più.

Non vo’ più ch’ei sospiri

se non lontan da me,

no, no che i martiri

più non darammi affè.

Perché di lui mi struggo,

tutt’orgoglioso sta,

che si, che si se ’l fuggo

ancor mi pregherà?

Se ciglio ha più sereno

colei che ’l mio non è,

già non rinchiude in seno

amor si bella fè.

Né mai sì dolci baci

da quella bocca avrai,

nè più soavi, ah taci,

taci, che troppo il sai.»

 

 

Sì, tra sdegnosi pianti,

spargea le voci al ciel;

così nei cori amanti

mesce amor fiamma e gel.

 

Traducción al español

Febo no había todavía

revelado al mundo el día,

cuando una muchacha salió

de su propia casa.

Sobre su pálido rostro

afloraba su dolor,

y a menudo provenía

de su corazón un gran suspiro.

Andando sobre las flores

iba vagando, aquí, allá,

llorando de esta manera

su amor perdido:

 

 

«Amor», decía, deteniendo el pie,

mirando el cielo,

«¿Dónde, dónde está la fidelidad

que el traidor me juró?»

Pobrecilla, no puede más, ay,

ya no puede soportar tanto sufrimiento.

«Haz que vuelva mi amor

tal como antaño fue,

o déjame morir, para que

no sufra más.

No quiero ya que él suspire

sino estando lejos de mí,

no, no quiero

que me dé más dolores.

Pues el saber que por él ardo

satisface su orgullo,

quizá, quizá al alejarme

él, a su vez, empezará a rogarme.

Si ella tiene para él más serena

mirada que la mía,

sin embargo no alberga en su seno

un amor que sea tan fiel como el mío.

Ni tendrá nunca

besos tan dulces de esa boca,

ni más tiernos, ay calla,

calla, él bien lo sabe.»

 

 

Así, entre amargas lágrimas,

llenaba el cielo con su voz;

así en el corazón de los amantes

el amor mezcla el fuego con el hielo.