Este mecanismo constituye la solución adoptada por la mayoría de los individuos normales de la sociedad moderna: el individuo deja de ser el mismo, adoptando por completo el tipo de personalidad que le proporcionan las pautas culturales, y por lo tanto se transforma en un ser exactamente igual a todo el mundo y tal como los demás esperan que él sea. La discrepancia entre el yo y el mundo desaparece, y con ella el miedo consciente de la soledad y la impotencia. La persona que se despoja de su yo individual y se transforma en un autómata, idéntico a los millones de otros autómatas que lo circundan, ya no tiene por qué sentirse solo y angustiado. Sin embargo, el precio que paga por ello es muy alto: la pérdida de su personalidad.
Podemos tener pensamientos, sentimientos, deseos y hasta sensaciones que, si bien los experimentamos subjetivamente como nuestros, nos han sido impuestos desde fuera, nos son fundamentalmente extraños y no corresponden a lo que en verdad pensamos, deseamos o sentimos. El problema que se plantea es el de saber si el pensamiento es el resultado de la actividad del propio yo, y no si su contenido es correcto.