España es un país sorprendente. Tan contentos como estábamos por haber conseguido, al fin, ser un país avanzado, y ahora resulta que tenemos pendientes problemas ya resueltos en otras partes. Buen ejemplo de ello es la llamada cuestión religiosa. Cuando se reputaba felizmente superada, ha bastado que se establezca una asignatura, Educación para la Ciudadanía, en la enseñanza reglada para que se replanteen con aspereza las relaciones entre Iglesia, sociedad y Estado. No es buena noticia, por tratarse de un asunto que en el pasado causó mucho enfrentamiento.
Lógicamente, es un tema que preocupa. Lo indica que en estas páginas de opinión se hayan publicado en poco más de quince días hasta cuatro artículos sobre el particular. (Ignacio Sotelo, La cuestión religiosa, 2/9; Bonifacio de la Cuadra, ¿Para cuándo el Estado laico?, 4/9; Suso de Toro, El fracaso del catolicismo español, 14/9, y Gregorio Peces-Barba, Sobre laicidad y laicismo, 19/9). Todos ellos revisten gran interés y merecerían glosarse por separado. Al no ser posible, cabe decir que su lectura muestra la complejidad de lo que se discute, como demuestra el que sus autores se contradigan a veces entre sí. Quizá convenga, por tanto, echar un cuarto más a espadas para intentar esclarecer en lo posible conceptos, datos y conclusiones.
Para empezar, no parece que haya conformidad de opiniones sobre qué es laicismo. Según Peces-Barba, es "una actitud enfrentada y beligerante con la Iglesia", a diferencia de laicidad, que "garantiza la neutralidad en el tema religioso, el pluralismo, los derechos y las libertades". A pesar del ilustre precedente de Bobbio, ese distingo, en mi modesta opinión, hoy únicamente confunde. Lo demuestra el artículo de Bonifacio de la Cuadra sólo dos días después, en el que defiende el laicismo y pide que en el próximo programa electoral socialista se propugne su realización. No habría, sin embargo, que cifrar muchas esperanzas en ello, a juzgar por la afirmación de Sotelo de que es "una pequeñísima minoría, tanto en el PSOE como en la sociedad española" la que quiere avanzar hacia un Estado laico. Por último, Suso de Toro nos recuerda que en España el catolicismo ha gozado de un enorme poder hasta hace poco. No lo quiere perder, pero al ser incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos se hunde en el descrédito, con lo que "la sociedad española es hoy irreligiosa". De ser cierto, mostraría las paradojas de nuestro país, donde a pesar de ser poco religioso la religión pretende marcar pautas al comportamiento general.
A la vista de lo anterior y antes de entrar a discutir si hace falta más o menos en España, convendría aclarar lo que se entiende por laicismo. La Academia lo define como la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa. Convendría añadir que ello entraña como consecuencia de primer orden el que con el laicismo la religión deja de ser un asunto público para circunscribirse a la esfera de lo privado. Pese a lo que digan voces interesadas, no supone atentado alguno a las creencias religiosas, que pueden sustentarse sin cortapisas, con la salvedad de que su práctica ha de limitarse a los templos y a la intimidad familiar. Lo cual, excuso decir, no está reñido con que por su arraigo (y hoy también por razones turísticas menos espirituales) se celebren en determinadas fechas procesiones y otras manifestaciones religiosas populares.
El laicismo así entendido es una pieza angular del progreso y debería considerarse como una auténtica bendición del cielo. Todos salen ganando. Como con él no existen signos externos de lo que profesa cada cual, toda persona puede pensar lo que guste, sin rendir cuentas a nadie. En cuanto a los menores de edad, pueden educarse como quieran sus padres, aunque, como es lógico, si quieren acceder a los diplomas estatales tendrán que cursar las materias establecidas en los programas oficiales, a los que los colegios religiosos pueden añadir como complemento voluntario, pero no en su lugar, toda la doctrina que quieran. Ello hace que la religión, sin menoscabo de sus valores, pierda uno de sus defectos mayores, por no decir el principal, a saber, la intolerancia. Ésta ha sido uno de los grandes males de la historia de la humanidad, y desgraciadamente sigue predominando en bastantes países, donde el laicismo brilla por su ausencia, con la consiguiente rémora para el desarrollo político, social, cultural y hasta económico. Habida cuenta, además, de que casi todas las religiones relegan a las mujeres, no es posible sin laicismo la emancipación femenina, condición indispensable para avanzar.
Como hasta hace poco España estuvo algo retrasada, a pesar de los muchos adelantos de los últimos treinta años todavía hay lagunas en nuestra modernización. Una de ellas es que no pasamos de ser un país semilaico. Aconfesional, dicen algunos, para trazar una distinción, como si aconfesionalidad y laicismo no fueran a la fin y a la postre una sola y misma cosa. El artículo 16 de la Constitución ya obró en detrimento del laicismo al privilegiar a la religión católica, privilegio, por cierto, al que en los debates parlamentarios constituyentes se opuso sin éxito Peces-Barba en nombre del PSOE. La Iglesia ha gozado así en España de un trato de favor, con una financiación pública permanente que incluso el actual Gobierno socialista ha aumentado. Todos los ciudadanos, sean cuales fueren nuestras creencias, aportamos velis nolis a través de los impuestos nuestro óbolo a una determinada religión y sólo a ella, lo que, excuso decir, está reñido con el laicismo. Para justificar ese hecho se dice que los españoles somos mayoritariamente católicos, lo que no es del todo cierto. Al interiorizarse no cabe preguntar en censos y padrones sobre las ideas religiosas y hay que recurrir a encuestas y a estimaciones indirectas como la concurrencia a los lugares de culto, el número de vocaciones sacerdotales y religiosas o la proporción de quienes en la declaración fiscal de la renta manifiestan su deseo de que se den más dineros públicos a la Iglesia. Todo ello indica, no como dice Suso de Toro que ya no somos religiosos, pero sí que los católicos cabales suponen en nuestro país del orden de un tercio o poco más de la población. Son muchos, claro está, pero no los suficientes para que la sociedad tenga que guiarse por sus ideas. El que durante siglos y siglos se hiciera no es razón para seguir haciéndolo.
Y es que el progreso suele estar reñido con la tradición. Muchas mujeres musulmanas justifican llevar el pañuelo en la cabeza, el chador tan discutido en Occidente, porque así lo hicieron sus madres y abuelas, lo que precisamente sería una razón de peso para no hacerlo. Mírese como se mire, no poder contemplar los cabellos de una mujer parece propio de otros tiempos y contrario a cualquier igualdad de género. ¿Cómo va a haber progreso si la mitad de la población tiene que ir de por vida con una suerte de disfraz para cumplir con unas tradiciones que ni siquiera figuran en el Corán? Ocurre, sin embargo, que el laicismo, como todos los avances que en el mundo han sido, encuentra mucha resistencia. Ulemas, judíos ortodoxos y obispos integristas, so pretexto de defender la pureza de sus respectivas religiones, esgrimen argumentos del pasado en un intento de parar el reloj de la historia. Sorprende, sobre todo, por su singularidad respecto de otros países parecidos, que la jerarquía católica española, con contadas excepciones, libre una batalla difícil de entender incluso para muchos fieles. Oponerse a la tolerancia en materia religiosa es tirar piedras contra el propio tejado, ya que difícilmente una religión intolerante prosperará en un país avanzado. Además, se trata de una batalla perdida. Lo mismo que es impensable que en España alguna vez, por muchos gobiernos de derechas que vengan, se prohíban el divorcio, los anticonceptivos, el aborto regulado o las parejas de homosexuales, también es inconcebible que se dispense a los alumnos de familias católicas de cursar determinadas materias, simplemente porque en ellas no se defienda el dogma. Si se permitiera que no fuera obligatoria la asignatura de Educación para la Ciudadanía, habría iguales motivos para que no se estudiara Prehistoria o Biología, cuyos contenidos no se compadecen con el creacionismo del Antiguo Testamento. Dejar que hubiera excepciones en la enseñanza sólo conduciría a un país dividido, con ciudadanos ignorantes y dogmáticos. El progreso mismo se vería cercenado.
Sorprende también que los obispos no se percaten de que el laicismo permite a la religión ser más auténtica. En lugar de intentar volver a los tiempos de antaño, podrían centrarse en contraponer valores religiosos como espiritualidad, sacrificio y solidaridad con el materialismo del mundo de hoy. Tal vez entonces habría más creyentes y los que hubiere serían mejores. Pretender, en cambio, incumplir decisiones de un Parlamento elegido por el pueblo soberano aduciendo una autoproclamada superioridad moral es un ataque a la raíz misma de la democracia y un pernicioso elemento de división de la sociedad. Hasta puede acabar con la paciencia de cualquier Gobierno, incluso del actual que, si ha pecado de algo en la cuestión religiosa, ha sido de timorato.
En suma, el laicismo puede y debe defenderse en bien de todos. Aunque no deja de ser una suposición en abierta contradicción con lo que dice Sotelo, cabe aventurar, basándose en lo que es hoy la sociedad española, que una mayoría estaría a favor de él, siempre que se hiciera sin estridencias ni precipitaciones. Habría que suprimir, todo lo paulatinamente que se quiera, las subvenciones estatales a la Iglesia, dejando, en cambio, que en la declaración fiscal de la renta se pudiese indicar en una casilla, como ya ocurre ahora, el deseo de hacer una aportación. Claro que esto requiere que tarde o temprano haya también casillas para otras religiones, ya que el laicismo exige que todas las que tienen presencia en un país reciban un trato parecido.
Con todo, el problema principal, el que conduce a la existencia de una cuestión religiosa en España, es el integrismo de algunos señores obispos, secundados por seglares tan bien intencionados como equivocados. ¿Por qué voces como las suyas no se oyen en otros países? Algo falla en España. Tal vez sea el semilaicismo en que nos desenvolvemos lo que da alas a quienes quieren un Estado semiconfesional. Habría, pues, que suscribir lo que pide Bonifacio de la Cuadra, esto es, que el PSOE deje claro, con miras a su probable nueva etapa de Gobierno, que el laicismo es uno de sus objetivos, cuyo logro, repitámoslo, redundaría en beneficio de todos. Incluida la Iglesia.
Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica de la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.